J.C., querido, deseado, adorado J.C, ¿Por qué me has mirado con desdén esta mañana?, ¿Por qué pones cara de hastío cuando se te acerca el hijo de un yuppie a darte el coñazo?, ¿Qué es lo que esconden esos ojos marrones, pequeños como rendijas -y sin embargo tan profundos- que tienes? Déjame que conecte nuestras mentes para así poder adivinar tu vida...
Tienes unos treinta años, aunque aparentas un par más. No llevas alianza, por lo que deduzco que no estás casado (eres el tipo de chico que llevaría el anillo de matrimonio con orgullo). Tu voz, cansada pero firme, no es la voz de alguien acomodado, con una vida tipo hijos-casa-coche. No obstante, suena educada, pese a que uno esperaría que no fuese así. Pero no puedes esconder el matón de barrio que llevas dentro. Eres como una fiera enjaulada: te cuesta mantenerte sereno.
Probablemente tuviste una infancia feliz. Se te debió dar bien eso de jugar al fútbol. Rubio, con facciones agradables, no es de extrañar que también tuvieses éxito con las chicas. Tu buzón de San Valentín debía de estar lleno cada año. Las patas de gallo alrededor de tus ojos revelan que has reído mucho, por lo que es de suponer que le sobraban colegas al J.C., el Rubio. Se podría decir, pues, que has sido un chico popular al que no le faltaban amigotes, novias ni diversión.
Es posible que, en tu adolescencia, coqueteases con las drogas. Creciste en un barrio humilde, donde los traficantes de marihuana y hachís pululaban a sus anchas. El primer porro vino probablemente de la mano de un primo o un hermano mayor. Después, tú y tus colegas os aficionasteis a faltar a clase para ir a tumbaros al césped con vuestras litronas y vuestros porros. Descuidaste tu educación, no le diste importancia a tus estudios y cuando creciste no pudiste optar a trabajos más cómodos y sencillos.
Quizás tú mismo pagaste tu primera moto con el dinerillo que sacaste ayudando a cargar y descargar cosas en las fiestas de tu barrio. Ya de joven demostraste un buen porte físico y unos brazos hechos para soportar peso, facultades que quisiste seguir modelando en un gimnasio porque te veías guapo. En tu barrio mandaba el más machote, y tú no podías quedarte atrás.
A los veinte años, tras haber abandonado tus estudios y haber tenido algunos trabajillos en el sector del transporte, el dueño de la discoteca donde solías ir se fijó en tus descomunales bíceps, creados mediante la suma de la genética, el trabajo y el gimnasio. Además, notó que eras un chico simpático, alto y tenías la suficiente presencia física como para asustar a los borrachos. No hacía falta nada más, así que te propuso tu primer empleo como seguridad en una discoteca.
La cocaína llegó pronto. Gracias a tus compañeros de trabajo descubriste que ésta substancia te ayudaba a pasar mejor las noches y a aguantar a todos los borrachuzos que intentaban colarse con los zapatos equivocados. No te faltaban las chicas dispuestas a bajarse las bragas para poder entrar gratis. Ganabas dinero, vivías con tus padres y podías permitirte el lujo de pagarte los vicios y los esteroides que te ayudaban a mantener ese cuerpo de gladiador. Incluso te tatuaste algo en el omóplato izquierdo: un dragón con motivos y letras chinas.
Podría afirmar casi con total seguridad que ésa fue la época más feliz de tu vida.
Pero, como bien sabes, querido, deseado J.C., uno no es joven para siempre. Trabajar en la noche te quemó demasiado. Colocarse dejó de ser divertido y echabas de menos un fin de semana tranquilo. Además, estabas harto de vivir con tus padres. Afortunadamente, el boom del ladrillo no había llegado al país y comprarse una casa no era un lujo sólo para ricos. Te decidiste por un piso pequeño, pero acogedor, en las afueras de la Gran Ciudad. Querías comprar una unifamilar de nueva construcción con tu novia, pero ella te dejó por otro. Las novias -a veces por tu culpa, a veces por la suya- nunca te han durado demasiado.
Hemos llegado al presente. Tienes treinta años, la mayoría de tus amigos están casados y viven por y para la hipoteca. Algunos, incluso, ya tienen un crío o dos que alimentar. Ahora te sientes solo, hace mucho que no te diviertes y lo más parecido al sexo que has tenido en meses fue aquella vez en la que aquel marica del gimnasio te sacó un par de fotos mientras salías desnudo de la ducha sin que te dieses cuentas (o al menos eso pensaba él). Con gusto le dejarías que te hiciera una mamada, porque recuerdas gratamente las que te hacía un primo cuando ambos teníais quince años y él se quedaba a dormir en tu casa, pero eres demasiado homófobo como para pasar del deseo secretro a la realidad.
Ahora tienes que seguir pagando el piso. Tu día a día se limita a trabajar casi doce horas en una empresa llena de pijos, para después llegar a casa, comer una pizza y echarte unas partidas al Pro Evolution Soccer en tu PS3, uno de los pocos caprichos que te permites desde hace tiempo. Por eso tienes esa mirada de cansancio, porque en el fondo sigues queriendo ser aquel chavalote con éxito que sólo tenía que preocuparse de tener el condón bien puesto y no correrse demasiado rápido.
O quizás no. Quizás ese hastío sólo se debe a que estás pasando por unos días chungos y tu vida es y ha sido mucho más feliz de lo que yo la he imaginado.