Filología Blogueril

Parece que poco a poco empiezo a inyectarle vida a un blog que empezaba a agonizar (como tantas otras cosas) y parecía destinado a ser parte de los miles que se abandonan al día. Soy muy poco constante y me cuesta mucho trabajo sentarme cada día a escribir sobre mi vida. En ocasiones me siento un poco estúpido haciéndolo, pero escribir en un blog es un buen sustituto del psicólogo, del diario de toda la vida o de la carta a un amigo.

Muchas veces me siento presionado a la hora de contar algo. El cómo hacerlo, el qué pensarán los que lleguen aquí sobre las barbaridades que escribo, si estoy redactando todo tal y como quiero, etc; todos estos son aspectos a tener en cuenta cuando quiero subir una entrada. Escribir un blog en realidad un ejercicio literario: cada post debe tener un ritmo, un tema y un principio-nudo-desenlace. Debe ser interesante y contar algo, y ahí es donde radica el problema.

En ocasiones los días transcurren con normalidad, sin que ocurra nada memorable que contar. Entonces, si tienes un blog de temática personal cono Twentytantos, te desesperas porque no tienes nada sobre lo que escribir. Le das vueltas al mismo tema, recurres a Youtube o a memes y el blog comienza a perder fuelle. Descubres que los días insustanciales son más de los que te gustaría admitir, y a veces, sólo a veces, logras escurrir el bulto y acabar la entrada resumiendo tu día en una sola frase:

"Hoy me giré y pillé a Jordi mirándome. Y se ha sonrojado."

Vampire weekend

Éste ha sido un fin de semana mediocre, que pasa a engrosar mi ya de por sí enorme lista de fines de semanas insulsos. Estoy más que harto de ver a la misma gente en el mismo garito de mierda, donde muchos piensan que pueden ligar contigo sólo por el simple hecho rozarte con su miembro semi-erecto. Harto de las copas a precios desorbitados, harto de los mismos gilipollas engreídos y del olor a Hugo Boss en todos los cuellos...

Bueno, no me adelanto. Comenzaré por el principio. Érase una vez un viernes anodino. Terminé de trabajar y me fui directo a casa. Allí, aprovechando que mis padres se habían ido a la casa del campo -como cada fin de semana-, me tiré a ver la TV (capítulos antiguos de Anatomía de Grey) y cené un bol de palomitas y media botella de Lambrusco. Reconozco que no es el plan más sano ni el más divertido, pero hay veces en las que a uno le apetece disfrutar de su propia miseria con tranquilidad.

El sábado vinieron a casa Brígida, Ari y Laura para cenar. Encargamos comida a un tailandés y dimos buena cuenta de las cuatro botellas de Lambrusco que trajeron a casa. No hay nada como beber con tus amigas para olvidarse de que la vida suele ser gris, solitaria e insatisfactoria. Tras emborracharnos, acabamos la noche en Ficción, la misma discoteca de siempre, donde, tras bailar la misma música de siempre, me mareé, como cada vez que mezclo alcohol con marihuana.

Con una Coronita escondida en la chaqueta, salí de la discoteca y me dirigí hasta un callejón de la forma más digna que pude. Afortunadamente, soy capaz de disimular pulcramente cualquier vicio, así que nadie notó mi lamentable estado de borrachera. Una vez en el callejón, dejé caer la cabeza contra una esquina y abrí la boca. Mi botellín se hizo añicos contra el suelo. Un eructo hondo con sabor a Lambrusco retumbó en mi traquea. Tenía los labios húmedos por la saliva.No vomité, pero hubiese agradecido poder hacerlo.

Me senté y miré hacia el cielo. Con la cabeza bocaarriba, podía ver un trozo de la pared -amarillenta y resqubrajada por la maleza- sobre la que estaba recostado y la noche, tan parcheada de nubes que apenas dejaba ver unas cuantas estrellas titilando débilmente. Me clavé uno de los cristales de la botella de Coronita en una mano y comencé a sangrar. Por suerte tenía pañuelos a mano y me cubrí el pequeño corte.

Entonces imaginé que alguien podría encontrarme así -en el suelo, con una mano sangrante y los ojos tristes- y tuve un miedo terrible. No quería que nadie me viese tan indefenso y vulnerable. No quería acordarme de Jorge, ni de Bruno, ni de Dani. No quería ser víctima de ningún vampiro de fin de semana, de esos que te muerden una vez y te olvidan para siempre... Tan sólo deseaba pasar una noche menos sin amor.

Nice hot dog

Me gustan los viernes porque salgo un poco más tarde del trabajo. Este placer, aparente masoquista, se debe a que hay un chico en la oficina (y no, no es J.C.) que me atrae bastante. Se llama Jordi y es uno de los niños de papá que han entrado en la empresa por puro enchufe. Tendrá unos veintiséis años, es alto, moreno y de facciones rectas pero amables.

El caso es que, los viernes, Jordi suele salir tan tarde como yo, y solemos cruzarnos por los pasillos de la empresa cuando ya no queda casi nadie. No decimos nada: nos limitamos a hacer una leve inclinación de cabeza a modo de saludo. Entonces él sigue caminando y yo, embelesado, me giro y lo observo alejarse hasta que se pierde entre archivadores y paneles llenos de informes y documentos. Su forma de andar es decidida y un poco salvaje, y quizás eso (junto con la inocente crestita que lleva en el pelo) desentona con el elegante traje que tiene que llevar por fuerza cada día. Aquí no está permitido ser estrafalario ni llamar la atención.

Otro de los pequeños placeres de los viernes es coincidir con Jordi en el ascensor. Me complace disfrutar de esos momentos en los que estamos solos él y yo, bajando lentamente, encerrados en un espacio de dos metros cuadrados que se llenan enseguida con el aroma de su perfume de marca. Es impecable a la hora de vestir: ni una sola arruga en sus camisas de raya diplomática, ni un solo pliegue en el nudo de sus corbatas.

No sé por qué me atrae. No representa especialmente mi ideal físico de hombre (como sí que lo hace J.C.) ni lo conozco demasiado. A pesar de todo, me gusta el tono sosegado de su voz, el timbre adolescente de su risa tonta, la forma en que dice "gracias" cuando le entrego un informe y se cohibe por no saberse mi nombre. Aún habiendo en la empresa señores mucho más atractivos que Jordi, sólo él parece conservar aún la ingenuidad de quien no termina de entender cómo funciona el mundo, a diferencia de los otros, en su mayoría ejecutivos despiadados que subastarían por Ebay el hígado de su madre enferma si con ello lograsen sacar un mísero céntimo.

Jordi, cielo, no te corrompas como ellos. Tú sigue comiendo esos entrañables hot dogs, aunque los demás lleven lujosas fiambreras llenas de nouvelle cuisine. Quizás algún día tu hot dog sea mío.

El pasado imaginario de J.C.

J.C., querido, deseado, adorado J.C, ¿Por qué me has mirado con desdén esta mañana?, ¿Por qué pones cara de hastío cuando se te acerca el hijo de un yuppie a darte el coñazo?, ¿Qué es lo que esconden esos ojos marrones, pequeños como rendijas -y sin embargo tan profundos- que tienes? Déjame que conecte nuestras mentes para así poder adivinar tu vida...

Tienes unos treinta años, aunque aparentas un par más. No llevas alianza, por lo que deduzco que no estás casado (eres el tipo de chico que llevaría el anillo de matrimonio con orgullo). Tu voz, cansada pero firme, no es la voz de alguien acomodado, con una vida tipo hijos-casa-coche. No obstante, suena educada, pese a que uno esperaría que no fuese así. Pero no puedes esconder el matón de barrio que llevas dentro. Eres como una fiera enjaulada: te cuesta mantenerte sereno.

Probablemente tuviste una infancia feliz. Se te debió dar bien eso de jugar al fútbol. Rubio, con facciones agradables, no es de extrañar que también tuvieses éxito con las chicas. Tu buzón de San Valentín debía de estar lleno cada año. Las patas de gallo alrededor de tus ojos revelan que has reído mucho, por lo que es de suponer que le sobraban colegas al J.C., el Rubio. Se podría decir, pues, que has sido un chico popular al que no le faltaban amigotes, novias ni diversión.

Es posible que, en tu adolescencia, coqueteases con las drogas. Creciste en un barrio humilde, donde los traficantes de marihuana y hachís pululaban a sus anchas. El primer porro vino probablemente de la mano de un primo o un hermano mayor. Después, tú y tus colegas os aficionasteis a faltar a clase para ir a tumbaros al césped con vuestras litronas y vuestros porros. Descuidaste tu educación, no le diste importancia a tus estudios y cuando creciste no pudiste optar a trabajos más cómodos y sencillos.

Quizás tú mismo pagaste tu primera moto con el dinerillo que sacaste ayudando a cargar y descargar cosas en las fiestas de tu barrio. Ya de joven demostraste un buen porte físico y unos brazos hechos para soportar peso, facultades que quisiste seguir modelando en un gimnasio porque te veías guapo. En tu barrio mandaba el más machote, y tú no podías quedarte atrás.

A los veinte años, tras haber abandonado tus estudios y haber tenido algunos trabajillos en el sector del transporte, el dueño de la discoteca donde solías ir se fijó en tus descomunales bíceps, creados mediante la suma de la genética, el trabajo y el gimnasio. Además, notó que eras un chico simpático, alto y tenías la suficiente presencia física como para asustar a los borrachos. No hacía falta nada más, así que te propuso tu primer empleo como seguridad en una discoteca.

La cocaína llegó pronto. Gracias a tus compañeros de trabajo descubriste que ésta substancia te ayudaba a pasar mejor las noches y a aguantar a todos los borrachuzos que intentaban colarse con los zapatos equivocados. No te faltaban las chicas dispuestas a bajarse las bragas para poder entrar gratis. Ganabas dinero, vivías con tus padres y podías permitirte el lujo de pagarte los vicios y los esteroides que te ayudaban a mantener ese cuerpo de gladiador. Incluso te tatuaste algo en el omóplato izquierdo: un dragón con motivos y letras chinas.

Podría afirmar casi con total seguridad que ésa fue la época más feliz de tu vida.

Pero, como bien sabes, querido, deseado J.C., uno no es joven para siempre. Trabajar en la noche te quemó demasiado. Colocarse dejó de ser divertido y echabas de menos un fin de semana tranquilo. Además, estabas harto de vivir con tus padres. Afortunadamente, el boom del ladrillo no había llegado al país y comprarse una casa no era un lujo sólo para ricos. Te decidiste por un piso pequeño, pero acogedor, en las afueras de la Gran Ciudad. Querías comprar una unifamilar de nueva construcción con tu novia, pero ella te dejó por otro. Las novias -a veces por tu culpa, a veces por la suya- nunca te han durado demasiado.

Hemos llegado al presente. Tienes treinta años, la mayoría de tus amigos están casados y viven por y para la hipoteca. Algunos, incluso, ya tienen un crío o dos que alimentar. Ahora te sientes solo, hace mucho que no te diviertes y lo más parecido al sexo que has tenido en meses fue aquella vez en la que aquel marica del gimnasio te sacó un par de fotos mientras salías desnudo de la ducha sin que te dieses cuentas (o al menos eso pensaba él). Con gusto le dejarías que te hiciera una mamada, porque recuerdas gratamente las que te hacía un primo cuando ambos teníais quince años y él se quedaba a dormir en tu casa, pero eres demasiado homófobo como para pasar del deseo secretro a la realidad.

Ahora tienes que seguir pagando el piso. Tu día a día se limita a trabajar casi doce horas en una empresa llena de pijos, para después llegar a casa, comer una pizza y echarte unas partidas al Pro Evolution Soccer en tu PS3, uno de los pocos caprichos que te permites desde hace tiempo. Por eso tienes esa mirada de cansancio, porque en el fondo sigues queriendo ser aquel chavalote con éxito que sólo tenía que preocuparse de tener el condón bien puesto y no correrse demasiado rápido.

O quizás no. Quizás ese hastío sólo se debe a que estás pasando por unos días chungos y tu vida es y ha sido mucho más feliz de lo que yo la he imaginado.

J.C. o el deseo hecho hombre

Hoy, por primera vez, he visto al tipo de hombre que despierta en mí el deseo sexual más prosaico y animal que podáis imaginar, representado en forma de ser humano. Es uno de los seguratas del edificio de oficinas donde trabajo. Es altísimo y muy ancho de espaldas; tiene el pelo rubio y lo lleva rapado, estilo marine de los Estados Unidos (eso ya es un punto a su favor); las horas de gimnasio se le notan en las venas de sus enormes bíceps y de su cuello, que se hinchan al menor movimiento, y su mirada denota cierto desprecio por la horda de dinkis que le rodean durante su largo turno de trabajo, y por la vida en general.

Debe de haber entrado en la oficina hoy mismo, porque no lo había visto antes (y, creedme, me hubiese fijado). No tiene un trabajo difícil: está sentado todo el día y se limita a registrar las entradas y salidas del personal ajeno a la empresa y poco más. En esta avenida de la Gran Ciudad raramente ocurren incidentes: en lugar de los drogadictos y homeless con los una pobre cajera de supermercado de barrio tiene que lidiar; él trata con ejecutivos, becarios y gente bien, así que su cargo como segurata es más bien decorativo (sin embargo, es fácil imaginárselo agarrando a un tipo por las solapas y levantándolo dos palmos del suelo, como si aupase un gatito.)

Lo he descubierto cuando he ido a renovar mi tarjeta de entrada. Desgraciadamente, no me ha atendido él sino el otro segurata, un nerd con gafas y pelo de profesor de matemáticas, que probablemente compite por ser la viva antítesis del morbo. No pude evitar mirarlo de reojo (al nerd no, al segurata sexy que a partir de ahora será llamado J.C., porque le pega tener un nombre sacado de alguna peli de Jean-Claude Van Damme), pero él no me hizo caso. Tuve que insistir, así que lo miré fijamente, pero eso no despertó su interés. Entonces se obró el milagro. El Nerd le comentó a J.C. algo del software que usan. Él se levantó con calma y, cuando se dirigía a echarle un vistazo al ordenador de Nerd, se llevó la mano a los huevos y se los rascó de una forma muy poco elegante pero extremadamente erótica. Despacio, sujetándoselos con su gran manaza, agarrando sin pudor todo el bulto.

Y entonces me miró.

Y sufrí un orgasmo cerebral.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para apartar la vista de aquel paquete enorme y hacer caso a lo que el Nerd -rancio, repugnante y maleducado- me decía. Mi transacción allí había terminado y yo ya no tenía excusa para seguir devorando con la mirada a J.C. La vida era injusta, el cielo se nubló y el mismísimo Universo lloró aquella tragedia. Me esperaban horas de trabajo interrumpidas por el recuerdo de aquel hombre hecho para los delirios de la carne, para ser lamido y tocado, para oírle bufar verle y sudar del modo en que lo haría un soldado espartano follándose a su pequeño pupilo (Dios mío, qué horror, qué ha sido de mi decencia...)

Es mi hora de salir. Concentro toda mi energía en convocar su presencia allá abajo y así poder dedicarle una última mirada libidinosa antes de irme a casa. ¡Accio J.C.!

Top guys decreasing

Esto probablemente no lo haya dicho nunca ningún estudio serio, y puede que sea porque a nadie le importe. Este post trata sobre los roles sexuales de los gays, en especial de una conclusión propia a la que he llegado a partir de experiencias propias: el 90% de los individuos gays son pasivos.

Antes que nada, un poco de conocimientos generales, para el que no sepa de qué va la cosa. El término pasivo, dentro del marco de una relación homosexual, se otorga al que es penetrado por la otra persona, el activo. Por extensión, la palabra pasivo se emplea para denominar a quien habitualmente prefiere ejercer dicho rol. La persona que desempeña indistintamente tanto el rol pasivo como el activo se denomina «versátil». En inglés se llama top al activo, en contraposición a bottom, que es el término para el pasivo. Una vez aclarados los conceptos fundamentales del tema, procedo a explicarme.

Nunca he tenido amigos gays. No me muevo por el ambiente y, por tanto, no conozco en profundidad la forma de vida del gay tipo (si es que existe). No leo revistas gays, no consumo cine gay, no soy activista, ni tampoco suelo celebrar el día del Orgullo. No es por ningún motivo especial, simplemente es así. Sin embargo, esto no quiere decir que no haya conocido a multitud de gays a lo largo de mi ajetreada y desdichada vida. Y en más de una ocasión he tenido relaciones de las que, ejem, digamos que no me siento del todo orgulloso. Pero bueno, están ahí.

El caso es que casi en un 80% de las relaciones sexuales que he tenido en mi vida de soltero, el chico en cuestión ha sido pasivo. Que sí, lector enfurecido, que podrían haber sido una casualidad. Pero es que no han sido pocas. Y muchos otros de los chicos gays que he conocido (sin tener relaciones con ellos) me han confirmado este dato. Y que no me vengan con el rollo de la versatilidad. No niego que existan personas a las que les gusta dar y recibir, pero como en todos los aspectos de la vida, la mayoría miente vilmente. Incluso los hay que dicen ser activos y luego... nanay. Y uno no está hecho para llevarse chascos a estas alturas de la vida, señores.

Es como si ser pasivo fuese algo negativo, como si la gente asociara la idea de la pasividad con sumisión o feminidad. Y se equivocan. Como si no tuviésemos bastante con la idea preconcebida de que el gay es femenino, ahora, dentro de ese mismo ámbito se considera negativamente el hecho de ser pasivo. Pues vamos listos. Los hay que al final, en el calentón, les da lo mismo ocho que ochenta, lo cual es de agradecer, porque si no mi vida sexual habría sido bastante mediocre.

Vale, esta sobreproducción de pasivos será buena para los activos, pero los bottomboys tendremos que rifarnos a los pocos topguys auténticos, porque si no... A algunos les dará igual, pero a la mayoría les pasa lo que a mí. Que no la meto. No puedo, no me gusta, no quiero, no me siento cómodo ni me excita. Mientras la gente se alarma por la crisis económica, la falta de petróleo y el cese de los suministros, a mí me preocupa que dentro de poco tendré que comprarme el consolador de Nacho Vidal para ir tirando.

Y no es que le dé una importancia desmesurada a esto. En absoluto. De hecho, para mí el sexo es algo totalmente secundario, y si con mi pareja no pudiera haber penetración, pues nada, a otra cosa, mariposa, que hay miles de prácticas y juegos inventados y por inventar. Lo realmente grave es que la gente se esconda y mienta en relación a su rol sexual. Es el colmo de los colmos, el gueto dentro de un gueto, los marginados entre los marginados... Sed más sinceros con vosotros mismos y con el mundo. YO SOY PASIVO, ¿y tú?

Fuentes: Wikipedia y Wikipedia

Punto y final

Hoy me he encontrado con Jorge, después de varias semanas sin saber nada de él. Yo estaba tomando una Heineken con mis compañeros de clase en un pub del Centro llamado Nouvelle, cuando un amigo suyo se ha acercado a saludarme. Como buen actor que soy, le recibí alegremente y le dediqué unos minutos de amable cortesía. Me dijo que había venido con Jorge a tomar una tapa y que estaban sentados en una mesa en la terraza. Después de decirle que me acercaría a saludarlos, nos despedimos.

Concentré toda mi capacidad emocional en prepararme para una inminente conversación de compromiso con un exnovio. Hacía semanas que no lo veía y no sabía muy bien cómo reaccionaría yo cuando se produjese el encuentro. Un par de cervezas después me adecenté un poco y me levanté dispuesto a ir a la terraza a enfrentarme con él. Pero no me dio tiempo: justo en ese momento Jorge pasó a mi lado, en dirección al servicio. Me miró de reojo, me dio dos besos y continuó su camino, sin mirarme siquiera.

Me quedé petrificado, alucinado, asombrado, desquiciado, plantado y todos los adjetivos terminados en -ado que se os ocurran. ¿Jorge acababa de saludarme como a un vulgar desconocido? ¿Era cosa mía o había cierto matiz de desdén en su mirada? Pese a que esperaba todo lo contrario no noté un desgarrón en el pecho ni tampoco humedad en las pestañas. No me dio pena. Lo único que sentí fue una rabia sorda, como un murmullo de indignación en el estómago, una patada a mi dignidad.

No he sido un exnovio cansino. Desde que me dejó nunca he tratado de volver con él, no le he llamado a altas horas de la noche suplicándole migajas de compasión, no he ido preguntando a nadie su paradero, no le he hablado en exceso por Msn. Todo lo contrario. Me he tragado mi dolor y mi orgullo y le he brindado siempre mi mejor sonrisa, he tratado de ser agradable con él y educado con los plastas de sus amigos, he intentado que nunca se sintiera culpable por haberme dejado... y me lo paga así.

No miento cuando digo que no me produjo dolor ni tristeza, porque no fue eso. Fue una mezcla de indignación, asombro y rabia. Me siento humillado e incluso decepcionado, porque no hubiese esperado nunca tal despotismo de su parte. Él, que temía enamorarse por miedo a que le hiciera daño. Él, que se asustaba de mí porque decía que los tímidos éramos siempre los más cabrones. Él, que nunca quiso hacerme daño y se deshacía en peroratas sobre las buenas intenciones cuando uno rompe una relación.

¿Cómo se le puede hacer el vacío a alguien con quien has compartido tantas cosas? Jorge no es más que otro mentiroso, otro cínico, otro imbécil presuntuoso y maleducado. Esta es mi forma de ponerle punto y final a su historia. Ahora no sentiré ningún remordimiento cuando tire sus regalos, ni cuando lo elimine del Msn, ni cuando lo vea por la calle y le ofrezca el mismo saludo desangelado que él me dio. Porque no merece la pena.